Texto de José Saborit

Entre ciudades

La obra de Marcelo Fuentes dejará indiferentes a quienes busquen espectacularidad, colorines y fuegos de artificio, pero entusiasmará a quienes hayan entrado en el mundo de la pintura y sus discernimientos afectivos, a quie­nes sepan dialogar con ella en su lenguaje. Igual que el poeta elige a sus lecto­res, el pintor elige a sus espectadores entre aquellos capaces de establecer complicidades sensoriales, intelectivas y emotivas con sus creaciones.
Desarrollando las enseñanzas de Hopper y Morandi, la pintura de Marcelo se ha ido despojando de los afanes descriptivos a favor de una mayor esencialidad en la potencia abstracta de la propia pintura. No obstante, persis­te en la necesidad de seguir observando el mundo que habitamos, los escena­rios exteriores por donde la vida interior se proyecta y discurre. Los seres huma­nos nunca aparecen y, de ese modo, como espectadores podemos transitar en solitario los espacios pintados, enigmaticos lugares que se resisten a hacer dis­tinciones entre naturaleza y artificio, porque bajo la acción de los pinceles, montañas y edificios pueden compartir una misma sustancia y promover semejan­tes experiencias estéticas.
Desde sus pequeños formatos, los dibujos de Marcelo nos hablan en voz baja, casi en silencio, sin estridencias, sin alardes ni pretensiones de decir grandes palabras o verdades trascendentes, pero diciendo a la postre, a través de la insistencia mesurada, por medio de un inacabable tejido de sutiles repeti­ciones y variaciones, diciendo o más bien sugiriendo eso que puede decir la pin­tura y la poesía, más o menos que la realidad es fecunda, infinita, inconmensu­rable, fuente inagotable de enseñanzas y de vida, y en cualquier rincón impre­vista se encierra el universo entero si sabemos dedicarle una mirada atenta.
Explicaba Joan Margarit en el Epílogo a su libro Cálculo de estructuras, que la poesía se distingue de la prosa por la concisión y la exactitud. Las pin­turas de Marcelo poseen ambas virtudes: ni falta ni sobra nada en ellas, son estructuras compactas, coherentes, ejemplos de justeza y precisión en la composición, en los tonos, en las formas, en la densidad de la materia y en la dirección de las pinceladas. En ellas pervive además un tiempo silencioso que se queda indiferente a los afanes productivos y a la prisa, el tiempo que se acu­mula y condensa en el hacerse cada cuadro (una temporalidad que no se des­hace en la sucesión de instantes), el tiempo que necesitamos para aprender a ver, para mirar, una y otra vez, sucesivas veces, hasta llegar a ver algo.
José Saborit

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